¿Cómo nos explicamos la depresión a nosotros mismos? Tratamos de darle un sentido, por ejemplo, un sentido político. Y sin embargo el contenido de la depresión no tiene que ver con el sentido sino con la percepción de la ausencia de sentido.
Franco “Bifo” Berardi
Resumen
Desde el siglo XIX a esta parte se han producido importantes y vertiginosos desplazamientos en la comprensión y la valoración de los afectos negativos. Hoy pareciera que lo que antes se nucleaba en torno a la idea de melancolía, y se asociaba así con una tradición romántica de antiguas raíces, se comprende ahora más bien desde un paradigma medicalizado, bajo el nombre de depresión. En este trabajo, me interesa esbozar, de forma preliminar y panorámica, un estado de la cuestión de estos problemas, prestando atención no solo a lo que hemos perdido sino también a lo que podríamos aprender acerca de nosotros mismos y del tiempo presente, si reflexionamos en profundidad acerca de la depresión como forma actual del malestar en la cultura.
Palabras clave: melancolía, depresión, subjetividad, dualismo, sentido, política.
Abstract
In the last two centuries, there have been important and dizzying shifts in our understanding and estimation of negative affects. Today it seems that what used to gather around the idea of melancholy –and became thus associated to a very ancient romantic tradition– nowadays is usually understood rather from a medical paradigm, under the name of depression. In this essay, I would like to outline, in an exploratory and overall fashion, a state of affairs regarding these problems, paying attention not only to what we have lost, but also to what we could learn, about ourselves and the present time, if we were to ponder on depression as the contemporary form of discontent in civilization.
Keywords: melancholy, depression, subjectivity, dualism, sense, politics.
Desde el siglo XIX, con la invención y la consolidación del psicoanálisis, y sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX, con el auge de la psiquiatría y otras disciplinas “psi”, se han producido importantes y vertiginosos desplazamientos en la comprensión y la valoración de los afectos, especialmente los negativos. Ya entrado el siglo XXI, pareciera que lo que antes se reunía en torno a la idea de melancolía, y se asociaba así con una tradición romántica de antiguas raíces, hoy se comprende más bien desde un paradigma medicalizado y bajo el nombre de depresión. Dada, además, la creciente importancia del problema (que puede medirse tanto en las alarmantes cifras difundidas por la OMS, como en el interés cada vez mayor del que es objeto en el campo de las humanidades y las ciencias sociales), resulta importante avanzar en una discusión filosófica al respecto. ¿Cómo se define la depresión, cómo nos la explicamos? ¿Qué conflictos y valores pone en juego en el contexto del debate actual? En este trabajo, me interesa esbozar, de forma preliminar y panorámica, un estado de la cuestión de los problemas y potencialidades que esta suscita.
Lo primero que conviene señalar es que circula, entre numerosos pensadores de muy diversas disciplinas, cierta noción de que la depresión conjuga una nota particular de nuestros tiempos; para Alain Ehrenberg, la depresión revela “las mutaciones de la individualidad” en la época contemporánea; según Élisabeth Roudinesco, nos encontramos viviendo en la “sociedad depresiva”; en un estudio reciente, Maria Rita Kehl piensa la depresión como el síntoma por excelencia del “malestar en la cultura” actual, y Franco “Bifo” Berardi ha afirmado que el problema “de la impotencia, y por tanto de la depresión, se ha vuelto el más importante de nuestro tiempo”.[1] No solo la depresión parece haber desplazado a la melancolía de su lugar prominente entre los afectos negativos; parece, además, que la depresión tiene algo que decirnos acerca de nosotros mismos… acerca de todos nosotros, no solo los depresivos.
Aquí tomaré entonces, como punto de partida, la hipótesis de que la noción de depresión ocupa el lugar en que antes se concebía a la melancolía; esto es, que se ha producido un desplazamiento conceptual desde la noción de melancolía, vinculada con una tradición romántica de antiguas raíces, hacia la de depresión. La hipótesis del desplazamiento no supone, por supuesto, que se trate de dos conceptos equivalentes, intercambiables, como si lo único que hubiera cambiado haya sido el nombre. Se trata, por el contrario, de comprender los efectos que las profundas transformaciones (políticas, económicas, culturales, etc.) que se sucedieron en los últimos dos siglos han tenido en los modos de experimentar y comprender la psique y su malestar. La vieja tradición humoral cedió por fin hacia fines del siglo XVIII, y la noción de depresión no tuvo su auge hasta mediados del siglo XX, con el descubrimiento y comercialización de los antidepresivos farmacológicos. Entre ambas nociones hubo un intenso proceso de elaboración de esquemas y conceptos para aprehender los humores y las patologías del alma, pero, con todo, la noción de depresión ha quedado fuertemente vinculada a la de la melancolía (de modo que, por ejemplo, se suele leer el clásico ensayo de Freud “Duelo y melancolía” como una definición de depresión). En torno a esta noción se condensan hoy las ideas de angustia, tristeza, malestar, y afectos negativos en general; su ascendencia clínica y científica determina que –al menos en parte– el debate actual se vea hegemonizado por los discursos del psicoanálisis y de las ciencias médicas y neurobiológicas. Sin embargo, entender la melancolía y la depresión como indicadores del “malestar en la cultura” –como me propongo hacerlo, y como entiendo que se desprende de la hipótesis del desplazamiento– implica tomar partido por una perspectiva que trasciende el marco individual y patologizante desde el que se lo suele entender en el modelo biomédico actual. Por más que la depresión suela ser tomada como un problema individual, aquí, por el contrario, comparto la convicción de Sara Ahmed de que “aunque la experiencia del dolor pueda ser solitaria, nunca es privada”.[2] Entenderé por lo tanto la depresión –el fenómeno y el concepto– como un lugar de condensación y manifestación de los problemas de la época actual o, en otras palabras, como marco de inteligibilidad para los malestares subjetivos propios del actual contexto neoliberal; en palabras de Ann Cvetkovich, pensar la depresión es interrogar “cómo sentimos el capitalismo”.[3]
Diagnóstico de una sociedad deprimida
De la mano de esta perspectiva crítica parece venir aparejada una valoración negativa del desplazamiento hacia la depresión; aquí quisiera, de forma breve y esquemática, reconstruir las principales líneas de fuerza que dan forma a este juicio. Podría comenzar señalando que, a pesar de que algunos historiadores de las ideas han concebido el pasaje de la melancolía a la depresión como el resultado de una mayor clasificación y especificación, una de las críticas más frecuentes hoy en día a la noción de depresión es su carácter vago, su amplitud, y sobre todo el poco cuidado puesto en diagnosticarla, lo que puede tener que ver con el supuesto boom depresivo del cambio de milenio. Este reproche suele estar acompañado de una denuncia de la mayor patologización implicada en la noción de depresión, de corte más clínico y biológico que su antecesora. Tanto la melancolía como la depresión han albergado siempre una acepción al menos doble, de afectos o humores por un lado, y enfermedades o patologías por el otro, pero es posible con todo percibir en la depresión un acento puesto más claramente en el segundo polo. Mientras que existía, en el caso de la melancolía, una clara y decidida valoración positiva de ciertos rasgos del temperamento melancólico, la depresión parece cristalizarse de forma más marcada como una enfermedad, frente a la cual la única respuesta adecuada es el tratamiento.
Una de las discusiones más fuertes en torno a la patologización de los afectos negativos tiene que ver con sospechar, en el nuevo paradigma depresivo, una forma de disciplinamiento íntimo o de biopoder sobre la psique y los afectos; en palabras de un psicoanalista inglés, “la exploración de la interioridad humana está siendo reemplazada por una idea de higiene mental”.[4] La patologización se produce a través de un reforzamiento de las normas que separan lo normal de lo patológico (si se cumplen tales síntomas, por tal cantidad de tiempo, el diagnóstico es este y el tratamiento –psicofarmacológico, en general– es aquel), y hemos sido ya bien advertidos acerca de los efectos productivos y políticos de los conceptos de norma y normalidad. Este reforzamiento descansa en los avances de las ciencias neurobiológicas (aunque no conviene tampoco reducirlas a este uso biopolítico), que habilitan una “biologización” de los trastornos, los disturbios, todo lo que molesta;[5] a su vez, esto redunda, por cierto, en un mayor aislamiento y desconexión, una mayor privatización de la vida psíquica, de los afectos, del malestar.
Esto no parecía ser tan así en el caso de la melancolía; en esa antigua tradición, si bien estaba presente también la idea de un desequilibrio, no se trataba de un déficit meramente individual sino de un desajuste siempre determinado en una relación compleja con el macrocosmos. Los límites entre afecto, temperamento y patología eran quizás menos estancos, y además, o sobre todo, era posible una valoración positiva del melancólico en su asociación con el genio, con las artes y el pensamiento. La asociación entre melancolía y creatividad tiene por supuesto un punto sobresaliente en el Romanticismo, pero sus raíces son mucho más antiguas; en los Problemata XXX, por largo tiempo atribuidos a Aristóteles y cuya autenticidad es hoy debatida, se afirma que “todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos”.[6] En el Renacimiento, esas ideas se actualizaron en el motivo de los “nacidos bajo el signo de Saturno”, uno de los motivos con los que Marsilio Ficino repensaba esta antigua vinculación, y los poetas románticos, por su parte, exaltaron la aguda sensibilidad, la oscura belleza, la soledad y la lucidez que asociaron a los temperamentos tristes, a las almas en pena. Desde este punto de vista, el pasaje de la melancolía a la depresión podría haber tenido también el efecto de una pérdida de estas potentes conexiones con la creatividad, el pensamiento, la lucidez, incluso la crítica. Del mismo modo quizás deba entenderse la insistencia, en reflexiones contemporáneas acerca de la depresión (desde memorias y autobiografías hasta estudios provenientes de diversas disciplinas y tradiciones), en el motivo de una incomunicabilidad o una crisis del lenguaje que parece caracterizar al depresivo. Esto, ciertamente, no parecía suceder en el melancólico; ese hombre de genio, de política, de arte, de letras no tenía problemas para expresarse, sino todo lo contrario.
Juliana Schiesari, en un libro que a mi juicio aún no se ha leído y citado lo suficiente, señala que esta diferencia en las caracterizaciones y las valoraciones de la melancolía y la depresión no es inocente, y que obedece, al menos en parte, a un sesgo de género:
Si se examina la lista de aquellos que suelen ser considerados “grandes melancólicos” (Petrarca, Ficino, Tasso, Rousseau, Chateaubriand, Hölderlin, De Quincey, Nerval, Dostoievski, Benjamin), llama la atención la ausencia notoria de mujeres […]. Mientras que los hombres son caracterizados con el distinguido epíteto de “melancólicos”, a las mujeres que caen en las profundidades de la pena se les resta importancia, tachándoselas demasiado fácilmente con el término banal y poco honroso de “depresión”.[7]
Esta sospecha feminista no debería ser tomada a la ligera; posiblemente tenga mucho que decirnos, no solo acerca de la genealogía y los motivos ocultos de estas conceptualizaciones de los afectos negativos, sino también acerca del lugar de esos afectos y de la situación de la subjetividad en nuestra época. Para Schiesari, de la melancolía (típicamente masculina) a la depresión (típicamente femenina) lo que habría sucedido es un pasaje desde una comprensión de las pasiones tristes como ethos, que habilita, posibilita, anima, motoriza, hacia una que las reduce a pathos como enfermedad, que debilita, obstruye, impide, paraliza.
Como señaló con acierto Mark Fisher, la biologización es solo uno de los modos por medio de los cuales en la sociedad contemporánea se “contuvo y privatizó” la potencia perturbadora, incluso subversiva, implicada en el malestar psíquico y afectivo; otro de esos modos es la “propagación de las narrativas terapéuticas”.[8] A ese nudo entre patologización y privatización, la cultura de la autoayuda le ha sumado la idea (de largo aliento en el pensamiento occidental) según la cual cualquiera puede superar cualquier cosa y alcanzar cualquier cosa si solo tiene la fuerza de voluntad y la disciplina para perseguirlo; por lo demás, si no logramos lo que deseábamos, basta con “soltarlo”, y estaremos bien. Este discurso alimenta una idea de responsabilidad fuerte, demasiado fuerte, que Judith Butler discute en distintos lugares, denunciando el desmesurado reclamo de que los individuos sean independientes, autosuficientes, a la vez que se sustraen las condiciones de posibilidad de la misma subsistencia.[9] Esa “responsabilización” excesiva no es un fenómeno casual ni aislado, sino que forma parte de un cambio más amplio en la estructura de la subjetividad que ha sido señalado por muchísimos autores, con distintas tesis y matices.
Hay varios argumentos diferentes para explicar la relación entre el malestar psíquico y el nivel colectivo, social o estructural, y es imposible aquí relevarlas todas. Alain Ehrenberg, por su parte, habla de la presión sobre el sujeto y la “fatiga” que eso genera; de la depresión que nace en el sujeto a partir de su sentimiento de ser insuficiente. En una línea similar, Byung-Chul Han apunta a los efectos devastadores de creer que somos “un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa”.[10] En el vínculo que Han identifica entre la (imposición de) libertad y los sentimientos de culpa, vergüenza, autoagresión y depresión que se generan por no estar a la altura de estas exigencias desmesuradas, me parece que es posible empezar a comprender lo problemático de la posición que nuestra época adopta frente a las pasiones tristes como algo que debe ser manejado, idealmente desterrado. El fracaso del sujeto deprimido es doble, en cierto sentido, su vergüenza se redobla; no solo ha fracasado en alcanzar el éxito individual, sino que también ha fracasado en el manejo de esa pérdida. Para la socióloga Eva Illouz, la “evitación a toda costa del sufrimiento” es uno de los rasgos más preocupantes de la comprensión contemporánea del sujeto y los afectos. Hoy en día, explica Illouz, este intento de erradicar todo dolor
ha generado una plétora –y un interminable discurso– de “víctimas”, de personas que no son solo víctimas de la maldad de otros, sino de sus propias psiques débiles o heridas. […] Así, la psique oscila constantemente entre la automejora y la autorrealización, por un lado, y el estatus de víctima, por otro […]. Cabe preguntarse, entonces, si esa oscilación de la psique entre víctima y autorrealizador no ha empobrecido las nociones de responsabilidad y voluntad, haciendo del yo contemporáneo o psique un ente por un lado demasiado irresponsable (por las disfunciones sufridas en la infancia) y por otro en exceso responsable (pues todo fracaso acaba siendo un fracaso del yo).[11]
En suma, el crecimiento de la depresión –una vez más, tanto el fenómeno como el concepto– parece ser índice de un diagnóstico epocal en distintos sentidos; interrogar el desplazamiento desde la melancolía hasta la depresión nos ha permitido, hasta aquí, reflexionar acerca de una patologización problemática de los afectos y una privatización del malestar como formas de manejar y contener los efectos disruptivos de la incomodidad con el orden existente. Pero ¿cómo salir del impasse entre la patologización y la excesiva responsabilización?
Fantasmas de un mundo por venir
Si hay tantas maneras de abordar y pensar aquello que habríamos perdido en el pasaje de la melancolía a la depresión –las reseñadas en la sección anterior no las agotan–, me interesa preguntar también qué hay para aprender de la diferencia entre ambas, qué podríamos acaso ganar de esta noción relativamente reciente y tan profusamente difundida. Creo, ante todo, que no es posible resistir a la patologización, biologización y privatización de los afectos y del malestar simplemente evitando hablar de ellos; evitar la palabra no aleja el peligro, quizás incluso tenga el efecto contrario. Si hemos de ser capaces de intuir o adivinar, en lo existente, signos de lo posible, necesitamos ser capaces de pensar seriamente acerca de los problemas de nuestra contemporaneidad, interrogar su sentido, sus consecuencias y sus potencialidades, con una mente abierta.
Si leemos la depresión como índice de un diagnóstico epocal, creo que lo que debemos subrayar y aprender de ella tiene que ver ante todo con una crisis de los vínculos y de la esperanza, una erosión de las relaciones interpersonales junto con una clausura de la capacidad de albergar expectativas para el futuro; y creo además que esto puede decirnos mucho acerca de la organización de nuestro mundo. El desplazamiento entre la melancolía y la depresión quizás puede ser medido, en este sentido, por la distancia entre la frase de Graham Greene, que describe a la melancolía como “la creencia lógica en un futuro sin esperanzas”, y la expresión de Bifo acerca de la “lenta cancelación del futuro”: desde un futuro sin esperanzas hasta la desesperanza a secas, hasta la imposibilidad misma de cualquier futuro. Por retomar la imagen de Miguel Benasayag y Gérard Schmit de una “crisis dentro de la crisis”, la situación actual se parecería a la de un barco que se encuentra a la deriva dentro de una tormenta: incluso si sobrevive a la tormenta, el puerto de llegada no se ve por ninguna parte, quizás ni siquiera exista.[12]
Por más ambiciosa que pueda resultar esta hipótesis de una crisis tan generalizada, quisiera aclarar que no la aventuro a la ligera. Los distintos elementos que la componen aparecen, una y otra vez, en artistas, escritores, pensadores y académicos de muy distintas trayectorias, disciplinas y estilos; incomunicabilidad o crisis del lenguaje, aislamiento o desconexión, inmovilización, impotencia o parálisis, crisis del sentido, clausura del horizonte, cierre de las posibilidades disponibles al sujeto deprimido, crisis de la esperanza… No es posible aquí relevar los argumentos y el contexto específico de cada uno de los autores; por eso, ofreceré solo una brevísima reseña de algunos casos, a modo de muestra, que provienen de tradiciones intelectuales bien diferentes entre sí.
Matthew Ratcliffe se ha dedicado a estudiar la experiencia de la depresión fenomenológicamente, tal como esta aparece en distintas fuentes, por caso, en relatos de corte autobiográfico.[13] Señala que, dado que todos los criterios diagnósticos descansan de una forma u otra en una dimensión experiencial (el llamado “humor deprimido”), es necesario contar cuanto antes con una mejor comprensión de qué es lo específico de la experiencia de la depresión, a diferencia de otros afectos negativos similares, y llega a la conclusión de que la experiencia de la depresión implica un cambio radical en los tipos de posibilidades a las que tenemos acceso, una erosión del sentido de pertenecer a un mundo compartido. Allí radica, según Ratcliffe, la imposibilidad de comunicar la experiencia, así como el sentimiento de soledad que la acompaña, la pérdida de las capacidades de esperanza y de agencia. Por otro lado, Ann Cvetkovich, una teórica estadounidense que se ocupa de teoría queer y de lo que podríamos llamar una teoría crítica de los afectos, también pone el énfasis en los modos en que la experiencia de la depresión lleva gradualmente a la desolación y la desesperanza, que implica una pérdida del sentido de conexión con el propio cuerpo, con los otros, con una idea de comunidad.[14] Por último, podría citarse también el ya clásico estudio de Julia Kristeva, intelectual tan versátil y tan diferente por cierto de Ratcliffe y Cvetkovich, Sol negro, donde aparece formulada con suma claridad una idea muy semejante: la depresión es el “doble oscuro del amor”, y comporta la quiebra del significante, un “derrumbe simbólico”, una crisis del lenguaje y el sentido.[15] Las citas, tomadas de distintos autores, tonos y contextos, podrían seguir, pero quisiera reservar algo de espacio para desprender de esta idea algunas reflexiones.
Ante todo, aquí puede observarse algo que se repite hasta el cansancio en consultorios de psicólogos y analistas: lo contrario de la depresión no es la felicidad. Pero no es tampoco algo así como “la salud”, si por esta se entiende lo opuesto sin más de la enfermedad. Lo contrario de la depresión es en cambio un mundo con sentido, un mundo donde hay esperanza, alternativas, donde los posibles son posibles, donde al menos parecen y aparecen como posibles. La experiencia del mundo actual, muchas veces, no está a la altura de esta exigencia (por lo demás bastante mínima); por ende, no puede decirse que ser capaz de habitar un mundo con sentido sea la medida de lo normal. En esta línea, acaso lo que haga el fenómeno de la depresión sea poner sobre la mesa que esto no está bien; que un mundo sin sentido ni esperanza duele, y en niveles indecibles. Por otro lado, hace también patente la dinámica fatal de la idea vigente de felicidad como autorrealización, que –como ha señalado Han– sigue una lógica similar a la que Theodor Adorno y Max Horkheimer habían revelado en la Dialéctica de la Ilustración. En los términos del presente trabajo, siguiendo a los ya citados Ehrenberg y Han pero también a Ahmed e incluso al mismo Adorno, se trata de que, cuando la felicidad es concebida como un mandato de realización individual, esa felicidad produce dolor y sinsentido; lleva al sujeto a sentirse siempre y a priori en falta, fracasado, insuficiente, estresado y deprimido. Sara Ahmed desarma con cuidado y lucidez ese especial performativo que es la “promesa de la felicidad”, y muestra los efectos nefastos, profundamente infelices, que debe perseguir la felicidad en sociedades basadas en la desigualdad, el individualismo, la responsabilización. En palabras de Adorno, la “felicidad decretada”, la “exhortación a la happiness”, obedece a la necesidad del sistema dominante de “impedir el conocimiento de los sufrimientos que provoca”; esta felicidad prometida, decretada, obligatoria es cómplice y parte de la depresión, no su opuesto.[16]
Con todo, tanto Ahmed como Adorno intentan rescatar de alguna forma una idea menos perniciosa de la felicidad –una idea más auténtica (Adorno), una idea más afortunada (Ahmed)–, aunque ninguno de los dos confiaría en una caracterización o una definición positivas de en qué consistiría en efecto esa felicidad. Los rasgos que sí pueden señalar son, en ambos casos, rasgos que se obtienen por la negativa. Por un lado, la felicidad implica una dimensión colectiva en el sentido de que no se puede ser auténticamente feliz si los otros no tienen la posibilidad de serlo; como dice Silvia Schwarzböck, para Adorno “no se puede ser feliz en una sociedad no emancipada”, no hay felicidad auténtica en un mundo falso.[17] Por el otro, la felicidad implica una dimensión irreductiblemente contingente; no se puede ser feliz por obligación (aunque eso es una obviedad), y no se puede ser feliz si solo existe un camino decretado como posible para “alcanzar” la felicidad, si solo lo existente puede ser posible. Como dice Ahmed con intraducible belleza, necesitamos devolverle el azar, la fortuna, la contingencia, su hap a la felicidad, happiness, para que esta pueda al fin suceder, happen;[18] y ello implica, en una cultura obsesionada por la maximización del placer y la erradicación del dolor, restituir la posibilidad de sufrir, la posibilidad de perder, el “derecho de ser infeliz”, como nos enseñara ya hace tiempo Aldous Huxley. En la línea de su Salvaje, pero también en la del Bartleby de Herman Melville, podríamos pensar la depresión como índice de una resistencia posible a los mandatos neoliberales de optimización subjetiva, autorrealización y satisfacción infinita de todos los deseos. Al escenificar la ausencia total de deseo, la parálisis absoluta de la agencia, la depresión quizás marque un límite a la mercantilización de la vida, a la utilización capitalista de los afectos, de los placeres, del viejo ideal de la felicidad. Si la felicidad es el sentido de la posibilidad, “convertirla en una expectativa es anular su sentido de posibilidad”;[19] es quizás, en otras palabras, igualarla a la depresión. Acaso el sentido de la depresión sea mostrarnos el peligro de hacer de la felicidad la medida última de todo sentido; acaso el peligro de eso sea el anular la posibilidad del sentido mismo.
En la sociedad contemporánea, los afectos negativos son leídos como única, lisa y llanamente negativos: el sufrimiento y la depresión son, en todos los casos, algo que hay que evitar, tratar y superar. Pero, como señalaba Jacques Derrida, esa apertura del porvenir que llamamos esperanza es indisociable del riesgo de lo peor; en este sentido, para reconectar los afectos negativos con sus antiguas potencialidades críticas en el mundo de hoy, es preciso también rehabilitar la posibilidad de la pérdida. Desde esta perspectiva, es posible que el paradigma depresivo tenga ciertas lecciones importantes que ofrecer.
Experiencia corporal, pero no privada
Quisiera cerrar estas reflexiones señalando dos notas características de la experiencia y el problema de la depresión en las que quizás puedan reconocerse unas lecciones así. Me refiero a dos cuestiones que ya fueron mencionadas aquí, pero sobre las que conviene volver una y otra vez: por una parte, el hecho de que la depresión es una experiencia en la que no se puede separar lo corporal de lo psíquico, algo que pertenece a ese terreno híbrido de lo afectivo; por otra, el hecho de que la depresión, aunque pueda parecer solitaria, no es jamás privada; por más aislado que el sujeto se sienta, la depresión es un fenómeno que se teje entre lo personal y lo político. En estos dos puntos, quizás, el problema de la depresión cumpla la importante tarea de llamar nuestra atención sobre dos problemas muy antiguos de la filosofía; quizás hasta vuelva a plantearlos, de forma renovada. Me refiero a la separación entre cuerpo y alma (el dualismo) y a la separación entre el individuo y la sociedad (el individualismo, el solipsismo, o cualquiera que sea el nombre que se le haya dado en cada contexto).
En primer lugar, hay que decir que ese carácter “híbrido” quizás sea propio de todos los afectos; pero la depresión lo hace manifiesto de una forma particularmente evidente. La tristeza paraliza los miembros, y el pensamiento negro, obsesivo e irracional adquiere una desconcertante carnadura; o, por el contrario, nos obligamos a sonreír y sentimos un asomo de alivio, o el sentimiento de desesperanza retrocede cuando recibimos el abrazo de algún desconocido, aun si racionalmente todo sigue igual. No se trata de metáforas, ni tampoco de una suerte de debilidad de la voluntad o poder del yo que obliga a su boca a sonreír. Aunque no entendamos cómo, la depresión y los afectos actúan de forma muy concreta (y muy variada) sobre la mente y el cuerpo por igual, fijando ciertos pensamientos, cerrando caminos alternativos para las ideas, impidiéndonos dormir o despertar, haciendo “que los músculos involuntarios se contraigan más de lo normal”.[20] Acaso la razón de que no entendamos cómo funciona todo esto –cuya evidencia sin embargo nos cala hasta los huesos– tenga que ver con que abordamos el problema, todavía y desde siempre, partiendo del supuesto de dos entidades distinguibles, separables, en última instancia independientes; “la mente” y “el cuerpo”.
En segundo lugar, como ya sugerí en otros puntos de este ensayo, el fenómeno de la depresión no puede pensarse adecuadamente si no se reconoce una íntima imbricación entre los planos personal y colectivo, individual y social, íntimo y político. Los afectos no pertenecen ni a una ni a la otra esfera, sino que circulan entre las dos, cruzan y vulneran las fronteras que las separan. Es importante despatologizar, sí, es importante desprivatizar el malestar, desinteriorizar sus causas y redirigirlas hacia afuera del sujeto, porque la autoagresión es muy dañina e injusta; pero eso no quiere decir que haya un afuera del sujeto, un espacio social como heterogéneo a él, y por dentro una interioridad sacrosanta que haya que preservar. Es preciso destronar la “presunción de interioridad” a la hora de pensar los afectos;[21] como observa Jonathan Flatley, “los humores no están en nosotros; nosotros estamos en ellos; ellos nos atraviesan”.[22] Pero con ello deberíamos cuestionar también la misma organización bipartita de los espacios. En ese nudo entre crisis de los vínculos, crisis del lenguaje y crisis de la esperanza y la agencia, se hace patente con especial claridad que los sujetos no llegan a ser sujetos sin los otros; que no se afectan entre sí a la manera de bolas de billar en una mesa, esferas macizas, cerradas e independientes que a lo sumo se cruzan o se golpean en un espacio neutro. Por el contrario; todo esto es un enredo mucho más complejo, mucho más rico, mucho más importante de lo que con estas dicotomías jamás alcanzaremos a comprender.
Y por último, en suma, quizás la siguiente dicotomía a deconstruir sea la que está implícita en la estructura de este apartado final; quizás la separación entre el problema del dualismo y el del individualismo no sea más que una de las maneras de mantenerlos vigentes a los dos. Acaso desenmarañar los problemas que plantea la depresión pueda ayudarnos a abrir nuevas vías y nuevos sentidos para el pensamiento.
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Notas
[1]Alain Ehrenberg, La fatiga de ser uno mismo, ed. cit., p. 11; Élisabeth Roudinesco, Por qué el psicoanálisis, pp. 13-44; Maria Rita Kehl, O tempo e o cão, p. 22; Franco “Bifo” Berardi, “In morte del compagno Mark Fisher”.
[2] Sara Ahmed, La política cultural de las emociones, ed. cit., p. 61.
[3] Ann Cvektovich, Depression, ed. cit., p. 11.
[4] Darian Leader, La moda negra, ed. cit., p. 10.
[5] El término “biologización” fue tomado de Catherine Malabou, Qué hacer con nuestro cerebro, donde es posible encontrar a la vez una lectura de las ciencias neurobiológicas que no las reduce al biopoder.
[6] Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía, §935a, ed. cit., p. 79.
[7] Juliana Schiesari, The Gendering of Melancholia, ed. cit., pp. 3-4.
[8] Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida, ed. cit., p. 131.
[9] Ver, por ejemplo, Judith Butler, Marcos de guerra, ed. cit., p. 60.
[10] Alain Ehrenberg, La fatiga de ser uno mismo; Byung-Chul Han, Psicopolítica, ed. cit., p. 11. Ver también, en una línea afín a la de Han, la idea de una “tiranía de la elección” en Renata Salecl, Choice.
[11] Eva Illouz, El futuro del alma, ed. cit., pp. 29-30.
[12] Miguel Benasayag y Gérard Schmit, Les passions tristes, ed. cit., pp. 13-14.
[13] v. Matthew Ratfcliffe, Experiences of Depression, ed. cit.
[14] Ann Cvetkovich, Depression, ed. cit., pp. 13, 192-193.
[15] Julia Kristeva, Sol negro, ed. cit., pp. 11, 31.
[16] Theodor W. Adorno, Minima moralia, ed. cit., p. 60.
[17] Silvia Schwarzböck, Adorno y lo político, ed. cit., p. 45.
[18] Sara Ahmed, The Promise of Happiness, ed. cit., p. 222.
[19] Ibídem, p. 220.
[20] Andrew Solomon, El demonio de la depresión, ed. cit., p. 18.
[21] Sara Ahmed, La política cultural de las emociones, ed. cit., p. 31.
[22] Jonathan Flatley, Affective Mapping, ed. cit., p. 22.